Desde muy temprano sintió que el sexo y el nombre que le fueron asignados al nacer no se correspondían con su identidad. Se lo dijo y repitió a su familia, hasta que en casa lo entendieron e iniciaron con ella el delicado proceso de romper en plena infancia con el más primario de los esquemas sociales. Así fue la revolución de Cora en su hogar, en su escuela y ante la mirada del resto.
Una noche de 2014, en su cama, antes de dormir, le dijo a su madre: “De mayor quiero ser una niña”. Tenía tres años. Le gustaba usar vestidos y jugar con muñecas. Pero Cora aún no era Cora. Dos años después, la situación se volvió insostenible. Mientras caían las primeras hojas del otoño, miró a su madre en el parque y le dijo: “Mis amigas tienen suerte porque quieren ser niñas y son niñas. A mí, en cambio, nadie me ve”. Cora todavía no era Cora, pero ya le faltaba poco. Solo unos días.
Ana Valenzuela siempre llevará clavadas estas palabras de su hija: “Nadie me ve”. Desde muy temprano, había percibido con intensidad lo que la pequeña sentía, por las señales que le enviaba y por aquella “tristeza de fondo” que emanaba. La familia y sus amistades le decían a Ana que todo se debía a que le tenía adoración, a que quería ser como ella, o que tal vez se le ocurrían “esas ideas” porque era homosexual. Pero aquella tarde Ana se dijo: “Hasta aquí podemos llegar”. Se agachó a su altura, abrazó a su hija de cinco años y le dijo al oído: “Tienes que hablar con papá, ¿sí?”. Recuerda eso y cómo en aquel parque, abrazada a ella, se sintió helada de miedo. Tres días después de aquella frase que lo cambiaría todo, a Ana le sonó el teléfono: “Me lo ha dicho hoy. Yendo al cole”. La voz era de Ramon, su marido.
Ramon Navarro (de 45 años) dirige un centro deportivo. Ana Valenzuela (de 48) fue profesora de gimnasia, está en paro y estudia un posgrado sobre género. Tuvo dos hijos antes que Cora: a los 15 y a los 28 años.“Tenía miedo a no ser capaz de darle lo que necesitaba”, cuenta Ramon. Al llegar a casa, se sentaron con su hija y con su hermano mediano, Marc. Le dijeron a ella: “Nos han explicado todo y nos han dicho que puedes ser una niña”. Lo primero que hizo fue lanzarse a por Chloe
, su perra, y darle un achuchón: “¡Por fin las dos somos chicas!”. Le explicaron a su hija que ahora necesitaban unos días para avisar en el colegio, para contárselo a la familia, para escoger un nombre nuevo. Pero esto último estaba resuelto.
—Yo soy Cora —dijo.
Y entonces su hermano contestó: “Eres mi hermana preciosa”.
Cora ya era Cora.
Para su madre, lo más duro fue vaciar su armario. “Lo hice sola. No sabía si llorar, reír, correr. Pensaba: vacío este armario para llenarlo ¿de qué? ¿Qué va a llegar?”. Su marido y ella fueron a comprar ropa nueva. Al volver a casa, Cora se lo probó “absolutamente todo” y le hizo a Ramon un “pase de modelos”. Frente al espejo, vio, eufórica, cómo este le devolvía la imagen que tanto había estado esperando.
Emprender la transición tan temprano no ha sido común hasta ahora, pero las expertas que trabajan en este campo no lo consideran inconveniente. “Si una niña o un niño muestran con mucha claridad que la identidad que sienten es otra, ¿por qué no se va a iniciar el tránsito?”, “Toda persona, independientemente de cómo construya su identidad, lo hace desde edad temprana, y sin embargo ese proceso solo se pone en entredicho si se realiza en un sentido contrario al asignado”. La pediatra Cristina Catsicaris, experta en este tema, sostiene que la identidad “no viene determinada por el conjunto de informaciones cromosómicas, órganos genitales, capacidades reproductivas o características secundarias”, sino que responde a la más humana y universal de las preguntas: “¿Quién soy yo?”.
El primer día que fue al colegio como niña, su madre y su padre iban aterrados, y ella, “feliz”.—¡Hola, Cora!
Y el resto comenzó a llamarla Cora. Su madre explica que fue como si escuchar su nombre le diera alas. “Nos soltó y entró al cole feliz. Nuestra hija tenía que volar”. Le rogaron a la maestra: “Cuídanosla, por favor”. A las nueve de la mañana estaban de vuelta en casa y no tenían que ir a recogerla hasta la una de la tarde. Se pasaron cuatro horas mudos.
Dos otoños después, en noviembre de 2018, visité por primera vez a Cora. Vive en un edificio corriente de Nou Barris, una zona de clase media de Barcelona. Nada más sonar el timbre, me reciben Ana y Ramon. Al ingresar, alguien me asusta por detrás:
—¡Bu!
Al darme la vuelta, la veo. Los ojos enmarcados en larguísimas pestañas. Su espesa cabellera oscura peinada hacia un costado. Lleva un vestido negro y las uñas a juego.
—¡Soy Cora!
Al rato, enseña su cuarto. Por allí están sus juguetes: unicornios de colores, osos de peluche y dos muñecas que trata con un cuidado exquisito. Luego convierte su mano en micrófono y protagoniza un minishow. Coge un vestido blanco, que casi no le cabe. Lucha con él. Finalmente se lo quita.
—¿Quieres ver mi videojuego nuevo? —dice esta amante de las consolas.
Cuando le pregunto por aquel día clave en que se presentó como niña en el colegio, responde:
—¡Fue guay, porque me llamaban por mi verdadero nombre!
—¿Y por qué elegiste Cora?
—¡Pues porque me gustaba!
Nadie en su familia sabe en realidad de dónde salió su nombre. En su libro Un apartamento en Urano , el filósofo trans Paul B. Preciado escribe: “Soñé mi nuevo nombre una noche en una cama en el Barrio Gótico de Barcelona”. Tal vez Cora también lo soñó, alguna noche, en su cuarto de Nou Barris.
Aquel primer día de colegio como Cora, al ir a recoger a su hija, Ramon y Ana se la encontraron igual de contenta que la habían dejado. Sin embargo, aún les quedaba una fase de adaptación. Ana dice que en los siguientes días notaba cómo la señalaban: “Mira, esa es la madre”, oía. “Fueron días eternos”, lamenta. Una tarde, relata, fueron al parque a jugar y unos niños que la conocían se rieron de ella “porque iba vestida de niña”. Ana se acercó a ellos y les explicó que siempre había sido una niña y que ahora la tenían que tratar así. Las madres de los niños, cuenta, la interrumpieron para pedirle que no les dijese “esas cosas” a sus hijos y reprocharle lo que estaba haciendo con el suyo.
En el colegio todo fue mejor. En enero pasado acompañé a Cora a clase. En cuanto abren las puertas, la niña se pierde en el desfile de mochilas. La jornada empieza, los pasillos se quedan en silencio y Pedro Vidal, el tutor de Cora, cuenta cómo se facilitó su transición. No tenían experiencia, pero se formaron y convocaron a una reunión para hablar de identidad sexual. “Solo una madre se opuso”, dice. La profesora de entonces, Elisenda Dunyó, contó un cuento sobre una niña a la que habían confundido con un niño al nacer. En clase se tomaron el cambio con naturalidad: “Los alumnos son intuitivos y de alguna manera ya lo notaban. No pareció que le dieran gran trascendencia”. Aquellos días, “Cora salía al patio y solo corría y corría”.
Ahora está en clase y la observo desde la puerta. En cinco minutos, levanta la mano tres veces. La llaman a la pizarra y da la respuesta correcta a un problema. En el recreo juegan al pillapilla. Cuentan contra la pared hasta 30 y salen a intentar atrapar al resto. Pierde Cora. Se ríe. Después se pone a hacer el pino. Una amiga, Salma, la agarra de los pies para mantenerla segura. En el patio hay baños mixtos. Cora vuelve a ponerse derecha y entra en un aseo. Shannon le sostiene la puerta.
Su familia la rodeó de afecto desde el principio. A unos les costó más comprender el cambio. Otros no tardaron nada, como su abuela Ana. Ella fue fundamental en la transición, cuando su hija apareció en su casa una tarde de noviembre para contarle que su “nieto” a partir de ahora sería Cora. No cambió nada. “¿Una niña?”, respondió la abuela. “¿Cora? Pues ya está. Qué más da”. Ama de casa, viuda hace años, me recibió una tarde del invierno pasado. Debajo de una manga del jersey le asomaba en una muñeca una cinta de colores azul, blanco y rosa, los de la bandera trans. “Los primeros días me costó un poco no equivocarme con el antiguo nombre, pero eso es porque estoy mayor y ya se me confunden todos los nombres”, dice. Cora está a su lado comiéndose unas galletas de chocolate. La abuela tose y la nieta le da palmadas en la espalda. Luego sale a la terraza, donde está su amiga Shannon. “El amor de una abuela es el mismo”, añade Ana.
—¿Qué consejo le daría para cuando sea mayor?
—Que sea feliz y que no se deje avasallar —responde, y le cae una lágrima.
Afuera las niñas leen un libro. Algo que ven debe de provocar esta pregunta que le hace Cora a Shannon:
—¿Qué es la religión?
Parece que Cora tuviera un don para formular preguntas insondables. Como aquella vez, a los cuatro años, que descolocó a su madre soltándole:
—Mamá, ¿se puede ser niña teniendo pene?
Un interrogante rompedor al que cabe dar una respuesta constructiva. Es un error creer que las personas trans han nacido en un cuerpo equivocado.
“El cuerpo de cualquier niña o niño trans está igual de bien que el resto”, afirma Tello, y añade que cada vez hay menos personas trans
adultas que se quieran operar “porque se les acepta como son y sienten menos la presión social del bisturí”. Iván Mañero, médico especializado en cirugía de género, cree que lo crucial es “apoyarles y enseñarles a entender su cuerpo y que decidan de mayores”.
Cuando Cora aún no se llamaba Cora, le fastidiaba en especial el Día de Reyes, porque los Magos de Oriente no sabían que se sentía niña y no siempre le traían los regalos que deseaba. Ahora la fecha le entusiasma. En enero me enseñó orgullosa el maquillaje que le habían traído el día 6. Con cuidado de no ensuciar su cama, comenzó a colorear su rostro y a ponerse rímel en las pestañas. Luego se pintó los labios de rosa. Y en ese cuarto donde ha tejido y teje sus sueños, donde ha tejido y teje su identidad, donde una vez le dijo a su madre que de mayor quería ser una niña, le pregunté:
—¿Qué quieres ser cuando seas mayor?
—Quiero ser informática —respondió Cora Navarro Valenzuela—. O fabricar unicornios.
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