El bosque de cerezos
Basado en la leyenda japonesa Kuchisake Onna
El mercader sentía que sus viejos y cansados huesos protestaban cada vez con mayor frecuencia, suplicando un descanso que no llegaba. A aquella hora de la noche, los caminos del Japón feudal estaban prácticamente inhabitados, y pocos sonidos se atrevían a alterar la
imperturbable tranquilidad de la noche. Todavía quedaba un trecho hasta Osaka, donde finalmente concedería el ansiado reposo a su magullado cuerpo y a la resignada mula que caminaba a su lado, portando los enseres que vendería en el mercado al día siguiente.
El anciano no era ningún necio, y conocía los peligros de viajar. Si había decidido caminar mientras el sol estaba escondido, lo hacía porque era consciente de que los bandidos de la zona no estaban tan dedicados a su profesión como para acechar los caminos a aquellas horas de la noche. Su actividad se centraba durante las últimas pinceladas de la tarde, cuando los humildes agricultores o pastores se apresuraban en volver a sus hogares tras la
dura jornada de trabajo.
La suave brisa de la noche trajo a sus fosas nasales el agradable olor del cerezo en flor. Se sintió vigorizado, decidiendo apretar un poco más el paso. Con cariñosas palmadas en el cuello, animó al cansado animal que lo seguía. Para su sorpresa, la mula rebuznó lastimosamente, mientras sus orejas se movían nerviosamente. Sus inocentes ojos estaban desorbitados por el pánico.
Siguiendo la dirección de su mirada, el mercader advirtió con perplejidad que en el solitario camino había aparecido una figura humana. Para su alivio, comprobó que no se trataba de ningún bandido, sino que era una joven mujer vestida con un sencillo kimono blanco. Ella los observaba fijamente desde la distancia, sin aparentemente tener intención de moverse.
El mercader se le aproximó, no sin cierta dificultad ya que su mula rebuznaba y pugnaba por volver sobre sus pasos.
-Disculpad a Kuromaru, señorita. Normalmente es un animal muy noble y tranquilo. No pretendía asustarle, estoy seguro. La mujer asintió en silencio. Pasó una de sus delicadas y pálidas manos por el lomo del animal, que pareció estremecerse violentamente.
-Mi destino es Osaka. Si usted viaja en la misma dirección, podemos ir juntos.
Ella hizo un gesto de afirmación. El anciano pudo adivinar una pequeña sonrisa debajo del
largo pañuelo blanco que protegía su nariz y boca del frío de la noche. Ambos volvieron a ponerse en camino sin más dilación. El olor del cerezo podía distinguirse con todavía más nitidez en el viento.
Aunque el viejo se sentía realmente cansado, por firme caballerosidad comenzó a conversar con la joven. Ella escuchaba en silencio sobre el pueblo del mercader, de su mujer, de las fresas que ella cultivaba y él se encargaba de vender. Las mejores de la región, aseguraba con inocente convencimiento. Era un verdadero placer escuchar aquellas palabras sinceras y sencillas, y su acompañante parecía disfrutar ligeramente. Un fulgor apareció y desapareció en sus ojos, como si de un rayo se tratase.
-¿Creéis que soy hermosa?-preguntó de forma repentina la mujer. Su voz era suave y dulce. El anciano calló y esbozó una triste sonrisa.
-...Mi mujer y yo tuvimos una hija, Matsuko. Murió enferma cuando tenía dos años...Si siguiera viva, se parecería mucho a ti- y guardó silencio.
Su compañera de viaje no dijo nada más. Y él, por alguna razón, dejó de sentirse tan elocuente. Continuaron el trayecto sin volver a decir palabra.
Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a asomar entre las hojas de los árboles que
los rodeaban, el hombre se detuvo y señaló unas casas que comenzaban a divisarse en la lejanía. -Osaka.
Comprobó con sobresalto que la hermosa mujer vestida de blanco ya no estaba. Retrocedió
unos pasos pero a pesar de su exhaustiva búsqueda no fue capaz de encontrarla. Parecía haberse desvanecido con el viento.
Horas más tarde, contaba aquella peculiar historia a un viejo conocido mercador en una de las muchas tabernas de Osaka. Un samurái maduro escuchaba con atención sentado en una mesa cercana. Una vez que el anciano hubo terminado de explicar lo que había sucedido, se acercó a los dos mercaderes y se sentó con ellos.
-En cuanto salgáis de aquí id al templo más cercano, anciano, y rezad, para agradecer a los dioses por su sagrada protección. Esa joven que habéis visto no es una mujer, es un demonio. Escuchad ahora con atención: hace años vivía en esta ciudad una geisha cuya belleza era reconocida por todo Japón. Miles de hombres desesperaban por solo una tierna mirada suya, y el doble de ellos por una de sus caricias. Uno de estos infelices se volvió loco de celos. No podía soportar el pensamiento de que otro que no fuera él la tocase. Un fatal día fue a por la mujer y con su katana arruinó aquel bello rostro que tantos habían amado.
Ella fue expulsada por las demás geishas a causa de su deformidad, y no se supo más de ella... Hasta que hace poco comenzó a aparecerse a los viajeros solitarios, preguntando a estos infelices si les parece hermosa. Si respondes que sí... Ella se quita el pañuelo que cubre
su rostro, mostrando su espantosa herida, y vuelve a hacer la misma pregunta-el rostro del samurái se volvió pálido y se cubrió de sudor.-Entonces todos responden que no...Y ella les raja el cuello y les bebe la sangre.
Un terrible silencio inundó la taberna. Sin hablar más, el samurái dio un largo trago a su vaso
de sake. El anciano mercador se contempló las manos, que temblaban violentamente.
El recuerdo de su hija le había salvado de un destino peor que la muerte.
Autor: Neymos