Para muchos de nosotros, la identidad sexual es una experiencia tan sencilla como respirar. Todos los días caminamos sin temor a atraer miradas inquisitivas; nos desenvolvemos sin miedo a ser cuestionados sobre nuestro cuerpo, sin preocuparnos por despertar la violencia de los demás. Se trata de una experiencia casi mecánica, pero profundamente privilegiada, pues para muchas personas ser ellas mismas representa una lucha diaria. La identidad sexual es una vivencia interna y personal, que puede o no coincidir con el sexo asignado al momento de nacer. Para las personas trans, cuya identidad sexual no corresponde con el sexo que les fue asignado al nacer, ejercer plenamente sus derechos representa un reto enorme. Por un lado, son objeto de marginación selectiva y violencia sistemática en todos los ámbitos de su vida. Debido a que sus expresiones, identidades y cuerpos no se ajustan a las normas socialmente aceptadas, las personas trans son agredidas, golpeadas, mutiladas y asesinadas. A los perpetradores —extraños, familiares, parejas, empleadores, policías o miembros del crimen organizado— los motiva el deseo de castigar la diferencia, como si su identidad fuera un agravio hacia los demás. Por otro lado, las personas trans han sido históricamente invisibilizadas. La mayoría se niega a entender lo que es diverso a su experiencia cotidiana; lo que escapa a sus categorías pensadas por y para ellos. Desde estas categorías no hay lugar para la empatía, solo para la opresión: lo extraño se concibe como una amenaza y, por lo tanto, cualquier acción está justificada si busca defender la “normalidad”—que no es más que el orden social imperante. Frente a estas dos realidades, las personas trans se ven obligadas a tener que defender su derecho a existir: el derecho a reclamar su cuerpo, su identidad y su valía frente a la sociedad. El derecho a poder vivir una vida auténtica, sin pedir perdón ni permiso por ser ellas mismas. Lo cierto es que la identidad sexual no es una imagen o un capricho; es lo que una persona sabe que es verdad para ella misma, es innegable, corresponde a lo más íntimo de la persona, y merece una protección robusta, lo que implica el derecho al reconocimiento de su identidad sexual y al libre desarrollo de su personalidad. El derecho a obtener documentos oficiales que correspondan con su identidad, a no ser discriminadas en el empleo, en el acceso a vivienda, en su disfrute del espacio público. El derecho a formar una familia y a la atención médica que requieran. A estar seguras en las calles, pero también en los centros de reclusión. El derecho a ser tratadas con dignidad y respeto en los ámbitos educativos por profesores y compañeros. El derecho a vivir una vida auténtica libre de acoso, de violencia y discriminación. Para ello, debemos estar dispuestos a desaprender y aprender de nuevo. Dejar atrás lo que se nos ha enseñado como verdad absoluta desde la infancia: que la identidad sexual la determinan los genitales; que existen dos géneros universales; que la masculinidad pertenece al hombre y la feminidad a la mujer; que estas son verdades objetivas y no patrones socioculturales específicos a nuestra comunidad y momento histórico. Entender que las personas trans son diversas y que sus experiencias no tienen que ser universales para ser válidas. Finalmente, es fundamental que el debate sobre las personas trans las implique y escuche centralmente su voz. La conversación pública sobre las personas trans debe estar centrada en sus experiencias, y no en las opiniones de los demás sobre sus vidas y su existencia. Las personas trans no amenazan nuestro mundo, son parte integral del mismo y lo enriquecen, pues buscan construir una sociedad que reconozca la complejidad del ser humano: un mundo en el que la diversidad sea celebrada y no castigada. Un mundo en el que las personas son valiosas con independencia de su identidad sexual. Un mundo en el que existir, y llevar una vida plena, no sea un privilegio de unos cuantos. Todos y todas estamos llamadas a construir ese mundo, hoy.
ARTURO ZALDÍVAR
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